La
muerte del dictador Videla también implicó la de un católico practicante. Uno
de los que recibió el “consuelo” de la mayoría de la jerarquía eclesiástica para
luchar contra la subversión y en defensa de la civilización “occidental y
cristiana”, mito que legitimó el discurso de los dictadores militares latinoamericanos,
al decir de Miguel Rojas Mix.
Las
redes sociales se hicieron eco. Los medios de comunicación cubrieron la
noticia. Se sucedieron los análisis desde diversos aspectos. Pero hay uno del
que se habló poco: el apoyo que el catolicismo integrista prestó a la última
dictadura militar, un jalón más de una larga tradición golpista de la
institución religiosa desde 1930 hasta nuestros días, incluidos los golpes en
Honduras y Paraguay en 2009 y 2012, respectivamente.
La
dictadura cívico-militar-católica de 1976/1983 echó raíces en un bloque
político ideológico formado por la Iglesia y el Ejército que tuvo su punto de
partida en 1943, según el historiador Loris Zanatta. A tal punto que “el
catolicismo ocupó un lugar central dentro de la estrategia discursiva
desplegada por el régimen militar para justificar ante la sociedad la
interrupción del orden constitucional” (1)
El
dictador llevó su religión con impronta integrista a ser uno de los objetivos del
Proceso de Reorganización Nacional. Los historiadores extraen del Acta que
fijaba los mismos la referencia explícita a la defensa de “los valores de la
moral cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad del ser argentino” y
que el presidente Videla había prometido inspirar su gobierno “en una tradición
histórica y en una concepción cristiana del mundo y del hombre” (2),
exactamente los mismos objetivos que los obispos católicos persiguen en
nuestros días cuando se oponen a la sanción de leyes laicas que contrarían su
ideología, por ejemplo, la reforma del Código Civil.
Sin
perjuicio de ello, no todo fue abyecto en la actuación de las jerarquías
eclesiásticas. También hubo lugar para la actuación, que se llevó a cabo
mediante un vacío pedido de perdón en el año 2000, clásico atajo clerical
cuando no se pueden justificar violaciones a derechos humanos. Por supuesto, el
perdón estuvo dirigido a su dios, no a los familiares de los desaparecidos de
la sangrienta dictadura contradiciendo, una vez más, lo que dice su evangelio:
“Sí pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu
hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete
primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda”
(Mateo 5:23, 24).
La
reconciliación “cara a cara” con los damnificados y víctimas de la dictadura nunca
sucedió. Tampoco la reparación de los daños por los “pecados” cometidos por los
hijos de la Iglesia, violando uno de los actos que los penitentes deben
realizar, es decir, la “satisfacción” para expiar los pecados. Sostiene el
Catecismo católico: “Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo
posible para repararlos (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer
la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas)” (3)
Y
ahí están aún sin aparecer los bebés nacidos en los centros clandestinos de
detención, apropiados ilegalmente con aval clerical; ahí está el cura genocida
Von Wernich, celebrando misas en la cárcel, formando parte del clero; ahí están
sin abrir todavía la mayoría de archivos secretos de las curias ocultando la
información necesaria para esclarecer los crímenes; ahí siguen olvidados los
propios cuadros católicos (laicos y religiosos), víctimas de los torturadores por
ser “subversivos”. También sin responder, de manera fundada y adulta, el pedido
de explicaciones que un grupo de católicos encabezados por un ex diplomático
hiciera a la Conferencia Episcopal Argentina.
En
palabras del teólogo español Juan José Tamayo: ¿A qué Dios le habrá pedido
perdón la Iglesia Católica en nuestro país? ¿Al Dios dictador como el adorado
por Pinochet? ¿Al Dios vengativo de Bin Laden? ¿Al Dios del “pueblo elegido”
como el de George Bush? ¿O al Dios de los mártires Ignacio Ellacuría y Oscar Romero?
El
aval del integrismo católico a la dictadura fue confirmado por un hecho
periodístico y un gesto sucedidos antes de la muerte de Videla: la entrevista
que el periodista Ceferino Reato le realizara al propio dictador, y la
exhibición de una escarapela con los colores del Vaticano que hicieron varios imputados
por delitos de lesa humanidad en una la sala de debates, luego de la
designación de Bergoglio como papa.
El
legado integrista
Más
allá de las largas explicaciones que la oligarquía eclesiástica le debe al
pueblo argentino, al daño económico, la destrucción de la cultura con la quema
de libros y censuras varias, el dictador deja al país un pesado legado que profundiza
la lesión al Estado aconfesional y a la imprescindible laicidad de la sociedad.
Desde
lo normativo, hablamos de las “leyes” 21.950, 21.540, 22.162 y 22.430 que
regulan la “asignación mensual” para los obispos titulares y auxiliares, la
jubilación para obispos por edad avanzada o invalidez, subsidios para zonas
desfavorables, y jubilaciones sin aportes, respectivamente.
Todas
vigentes, y cuyas obligaciones dinerarias son pagadas por todos los ciudadanos
y ciudadanas, sean católicos o no. Todas “sancionadas” cuando el Congreso de la
Nación estuvo cerrado.
Las
normas citadas complementan un anacrónico privilegio contenido en el artículo 2
de la Constitución Nacional, cual es, el sostenimiento del culto católico,
beneficio exclusivo de la clerigalla episcopal, no del laicado.
Una
prebenda que viola la igualdad ante la ley y de trato que el Estado argentino
debería deparar a todas las organizaciones religiosas que residen en el país.
Privilegios
que sus defensores gustan calificar de “naturales”, justificándolos en
argumentos sociológicos (la mayoría de población practica la religión católica),
históricos (la actuación y participación del catolicismo en los momentos
fundantes de la Nación), normativos (los antecedentes legislativos del pueblo argentino);
consuetudinarios (tradiciones y costumbres de la sociedad), ideológicos (la
valoración que ciertos sectores hacen del catolicismo como religión “verdadera”),
políticos (vínculos de esa índole entre sectores dirigenciales y la jerarquía
eclesiástica), culturales y morales (aportes a la cultura y moral del
catolicismo). Varios decididamente caducos, otros no resisten el menor análisis
desde lo epistemológico.
Desde
las prácticas políticas el legado reviste mayor gravedad si se tiene en cuenta
que se produce dentro del sistema democrático. Durante la dictadura, “en el
esquema de las Fuerzas Armadas, el catolicismo y su Iglesia ocupaban un lugar
fundamental. Si el primero constituía un formidable instrumento ideológico, la
segunda era considerada clave en la búsqueda de la legitimidad política” (4)
Esa
legitimidad es la que no pocos sectores de la dirigencia política actual, elegida
por el pueblo, continúa buscando en los obispos católicos, pisoteando la
representación popular y democrática, anteponiendo su religión y los intereses
de un monarca extranjero como es el papa a los intereses de la sociedad diversa
y plural. Buscan legitimidad política en una institución que históricamente no
dudó en darle la espalda a la democracia en defensa de sus intereses.
Los desafíos
El
legado del dictador fallecido plantea grandes desafíos a la joven democracia
argentina, y también a los diversos sectores en que se divide el catolicismo.
Tienen
que ver con la imprescindible separación entre el Estado y la iglesia; la regulación
normativa de la igualdad religiosa
institucional, es decir, la no discriminación que el Estado debe asegurar a
todas las religiones; la derogación de las “leyes” surgidas de la última
dictadura militar que benefician sólo a los obispos católicos. Necesaria
revisión que se hace extensiva a la denuncia
del Concordato de 1966, la eliminación del inciso 3 del artículo 33 del Código
Civil, y la reforma del art. 2 de la C.N.
Aunque
el mayor desafío es para la clase dirigente y se traduce en no continuar el modelo
social de la dictadura militar de base integrista, marcadamente distópico y
excluyente, contrario al pluralismo ético, a la vigencia de nuevos derechos, a
la libertad de decisión y elección de los
ciudadanos y ciudadanas, y que fracasó con el gobierno de facto.
La
muerte del dictador dejó la herencia integrista que se observó en no pocos
debates legislativos a nivel nacional y provincial. Por ello es un error con
mayúsculas buscar un fundamento teológico a las políticas públicas y leyes
laicas. Tampoco una justificación desde el fundamentalismo laicista.
Una
vez más se hace presente el pensamiento de los referentes laicos: “La laicidad
del Estado democrático se establece sobre el principio de que la legitimación
de las instituciones no necesita ni acepta una justificación teocrática sino
que se basa en un fundamento cívico, la voluntad libremente expresada,
contrastada y medida de los ciudadanos” (5).
En
la medida que se tome conciencia de ello, el espíritu de la dictadura militar con
aval confesional habrá abandonado a la sociedad argentina posibilitando la
autonomía de lo político respecto a lo religioso.
Profesor
de Derecho Constitucional (FD-UNCuyo).
(1)
OBREGÓN, Martín, 2005, Entre la cruz y la espada. La Iglesia Católica durante
los primeros años del “Proceso”, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 1°
edición, p. 82.
(2)
Op. cit. p. 85.
(3)
N° 1459 y siguientes.
(4)
OBREGÓN, Op. cit. p. 84.
(5)
SAVATER, Fernando, 2007, La vida eterna, Madrid, Ariel, p. 144.